Hay una pregunta que, con el paso de los años, me he ido haciendo y puede que hoy encuentre la respuesta, voy a dejar que mis dedos empiecen a teclear y dé rienda suelta a su orquesta de palabras.
A lo largo de mi vida he visitado algunas casas y, de una forma u otra, todas tenían ese "algo" que las hacen especiales; puede que para muchas de ustedes, el jardín evocara los misterios de una naturaleza que, por nuestra condición de isla volcánica, no tenemos, quizás por ello, llamase tanto la atención; otras, se sentirían atraídas por las fachadas, las salas de estar amuebladas con sillones de color caoba o por esos patios interiores donde se podía disfrutar del agua fresca que destilaba el bernegal, no lo sé, las casas son tan diferentes, tan únicas, están tan llenas de historia que siempre las he sentido como libros abiertos a la espera de ser leídas.
Hoy voy a tomarme la libertad de hablar de "aquellas" casas, las que no eran tan bonitas ni vistosas, las que se pintaban muy de vez en cuando y daban la sensación de tristeza, como si la vida no fuera con ellas, o como cuando se hace un dibujo en una servilleta de papel y nos olvidamos de pasarlo al lienzo; era lo que se enseñaba y se iba aprendiendo, solo que, a veces, la curiosidad se vestía de antojo y obligaba a detenerse y observar, y con la sencillez de lo que no requiere explicación, hacía adentrar a uno de nuestros sentidos, al mágico mundo de los olores, ese que está hecho de especias, frutos y sobre todo ... de café.
Yo nací en una de ellas.
Yo viví en una casa impregnada de olor a café, era de esas casas que se fueron haciendo con el día a día y donde la cocina, nuestra cocina, la cocina de mi madre servía de cuarto de costura, de tabla de planchar, de biblioteca -allí hacíamos los deberes del colegio- de consultorio sentimental, salón de tertulias y como no, de aula de música, ésta se "abría" los sábados y domingos, era cuando Braulio, nuestro vecino del segundo piso, dejaba de tocar el piano, entonces mi padre, sacaba su tocadiscos azul y "deleitaba" a nuestros oídos con rancheras, tangos, boleros ... Ahora que lo pienso, cómo en un espacio de tres por dos metros daba para tanto. Cómo esa mesa de madera con tres sillas y una encimera blanca, donde había una cocinilla de dos fogones, hizo de mis cinco hermanos y yo ser lo que hoy somos: una familia hecha de amor, porque el amor también se hace y te lo digo porque lo vi, lo vi en los ojos de mi madre, en los ojos de mi padre, en los ojos de mis hermanos y en los ojos de todos aquellos que han pasado por ese lugar.
La cocina de mi madre olía al café de las cinco de la madrugada, era el que despertaba a mi padre para ir a trabajar, el que betunaba los zapatos de negro para el colegio, el que planchaba nuestros uniformes y nos preparaba uno a uno y hacía que no nos olvidásemos de llevar los cuadernos; el que nos despedía con un beso en la frente o nos recordaba eso de "no meterse en los charcos ni tirar trozos de goma a los compañeros" y el que después de tanto ajetreo, hacía que Flora, la vecina del tercero, bajara a saborearlo con mi madre, sí, con ella, con la que, pasara lo que pasara, esparcía en aquel diminuto sitio su aroma a café.
¿Qué tenía entonces la cocina de mi madre? ¿Qué tipo de magia usaba para que todos los vecinos y nuestras amigas pasaran por allí? ¿Con quién se confabuló para lucir siempre encendida aunque hubo veces en las que no se prendía la luz?
Como dije al principio de este relato puede que encuentre la respuesta a esa pregunta que por años decidió alojarse en mi mente, aunque luego surgieran algunas más, creo que todas llevan a lo mismo y sí, ahora lo tengo claro o siempre lo tuve dentro de mí, solo que necesitaba hacerlo letras para sacar, lo que, a veces, no puedo expresar hablando.
La cocina de mi madre es y será la cocina de Saro, porque se hacía con las madrugadas naranjas y los atardeceres violetas, con nuestras noches de luna o esas otras cerradas, porque sin entender y solo amando, tomaba prestado un pedacito de nosotros y nos lo devolvía transformado en una parte de lo que hoy somos y sobre todo, porque Saro, siempre sabe cuando una necesita de una taza de café.
-Dunia Arrocha
"Si tuviera que describir la casa donde pasé mi infancia, mi adolescencia y hoy, como adulta, no lo haría de forma objetiva porque todo lo que la componía tenía un sentido de ser, dependíamos de ella, era una más y nos daba esa sensación de seguridad que muchas veces perdemos por el camino, y cuando siento que no sé a dónde debo ir o qué hacer, cierro los ojos y viene a mí, como si supiera que la necesitara y con ella, el aroma inconfundible de la cocina de mi madre, de la cocina de Saro y su esencia a café"
"La cocina de Saro"
Marzo de 2019, celebrando mi cumpleaños